Recojer el guante
Habían pasado ya dos semanas desde que lo habían internado de
urgencia en la residencia rural, por un fallo motor, producto de graves
tensiones emocionales.
Con aparente mejoría y aún con tratamiento
farmacológico le dieron el alta y la recomendación de ser asistido las 24 hs.
por un enfermero especializado en pacientes con problemas motores.
La reacción fue de rabia e
impotencia. Apenas podía levantarse de la silla y caminar con un trípode bajo
la atenta mirada del enfermero que tres veces diarias lo sometía a ejercicios de
rehabilitación.
Así habían transcurrido ya tres semanas más desde la vuelta a casa. Lo visitaban a diario su cuñada y sus
sobrinos. No contaba con el apoyo de su hijo que vivía en el extranjero hacía un lustro.Tampoco lo hubiera esperado. Sabía que su hijo no se fue solo por
estudios. Tras muchos años de peleas, había tomado la decisión de alejarse de
su padre y hacer su vida desde cero como un paria sin pasado.
Al mes siguiente, nueve semanas desde el día que lo internaron,
recibió por e-mail, la noticia de que Julio Diestres, su hijo, había tenido un
accidente cerebrovascular mientras dictaba cátedra en la facultad de ingeniería
de la Universidad de Barcelona. Apenas si sabía que su hijo estaba en España y
ahora se enteraba que yacía en un hospital sin más visitas que sus alumnos y
colegas de la facultad.
Alguna vez hubiera querido verlo
antes de morirse pero siempre lo había dejado para más adelante. No podía
entender cuáles habían sido esas diferencias tan graves que lo habían dejado
sin hijo, sin nietos, sin compañía. Y tal vez ya no lo supiera nunca. Cojió el
guante que le echaba a la cara el destino y decidió en su estado calamitoso,
viajar al viejo continente para ver a su hijo y traerlo de nuevo a estas
tierras.
Parece que la vida nos reúne a
padre e hijo en la escena de los tullidos, hijo mío- Le dijo a un Julio
inconsciente y entubado en la camilla del hospital del Mar donde yacía.
Un duelo para el que no estaba
preparado. Un baile del que no sabía los pasos y tenía que improvisar si quería
seguir bailando.
El guantazo al ego
que los había podrido por dentro, estaba ahora tirado en el suelo,
fermentandose aún más con las lágrimas que vaciaban sus ojos de orgullo. Solo
dolor y poca vida por delante lo aferrarían a un hijo que presente, seguía
lejano en un coma sin fin, y con pronóstico reservado.
Tras dos meses, Julio comenzó a
balbucear algunas palabras, la vista no la recuperaría nunca pero la mirada
dura e impenetrable la sostendría siempre que escuchaba la voz de su padre,
quién había hecho los arreglos para quedarse ya definitivamente en Barcelona, al
cuidado de su hijo en su casa del Eixample, donde asistía a diario un enfermero
y el kinesiólogo que mantenía a su hijo activo físicamente, con masajes y
ejercicios de rehabilitación.
Hacía décadas que no escuchaba
hablar en catalán. La burla del destino le jugó con su hijo, lo que él jugó con
su padre. Cuando con 17 años salió airado de su Girona natal y se subió a un
barco que lo cruzó al otro lado del charco para nunca volver ni preguntarse por
su pasado. Formar una familia nueva, propia, que por algún motivo incierto,
indefinido, lo había traído de vuelta a reparar su destino, a perdonar y
perdonarse. La vida no tiene reconciliaciones gratas. Siempre golpea duro,
atraviesa el corazón y si uno es capáz de entender, entonces sobrevive para
contarlo.
Se quedó con su hijo y ambos
pasean por las calles de Barcelona, Enric Granados es una de sus preferidas, sobretodo llegando a la plaza Letamendi donde está El Pampero, se piden unas empanadas y escuchan unos tangos, el viejo con su bastón trípode y el joven en su silla de ruedas.
Amsterdam. 10 de julio de 2013
Saverio Longo
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