PALABRAS MÁS, PALABRAS MENOS
“Yo sé que las
circunstancias me acusan por todos lados, que los hechos están gritando que soy
responsable de la muerte de doña Clotilde. Pero válgame Dios para inventarme yo
toda esta trama que me sindica como asesino, todos lo dicen con la mirada, sí,
asesino de esta señora a la que no hice más que proteger hasta de sí misma, con
su manera de ser tan displicente para con los empleados, sus amistades, todo
aquel que la rodeaba. Sólo puedo hablar bien de Amalita, su ama de llaves y con
ciertas reservas, ya que a su manera, también la adulaba en tonterías aunque no
fuera lo conveniënte para ella, terminaba diciendo a todo que sí, y la halagaba
con tal de sacar alguna tajada, como pulseritas, aritos que la señora no quería
usar más o le decía que no le quedaban bien y entonces ella se los regalaba. He
oído comentarios de otros empleados que
cuando la señora viajaba a la ciudad, en un plis plas se vestía con sus kimonos
para salir al jardín, le usaba sus ungüentos y perfumes. Algo de envidia o amor
enfermizo hacia la señora, no sabría decirlo, pero ni lo uno ni lo otro la
justificarían, eso lo sé muy bien. Y a pesar de todo es la unica que me merecía
confianza.
Todos sus
empleados hemos entrado en servicio siempre por estricta recomendación. Está de
más decir que la señora Clotilde, era una persona muy eficaz en esto y me
consta que también pedía antecedentes policiales de cada uno de nosotros antes
de tomarnos como empleados. Como mayordomo de la casa tenía acceso a esa información.
Lo que me hace culpable de los hechos es la cercanía que tenía para con la
señora. Siempre fui franco con ella, prefería decirle las cosas que no le
gustaban antes que halagarla falsamente y seguramente que de eso habrá
testigos, alguna de las muchachas de la limpieza o hasta el mismo cocinero me
habrán escuchado la franqueza con la que me dirigía a la señora.
No seré yo el
primero que le hable de los desordenes alimenticios de la señora, comía a
deshoras, se sometía a dietas de adelgazamiento, o de engorde a discreción,
pues nunca estaba conforme con su imagen en el espejo. Para mi lo que tenía era
falta de amor propio porque todo lo repartía entre sus amistades y empleados. Y
esos amigos, extraños para ser amigos por cierto, y más interesados en vacacionar
en la propiedad del mar que en su agradable compañía.
Culpable soy
de haberla querido como no es debido para un empleado, pero no podía dejar de
sentir lo que sentía por ella aunque a mi favor digo que nunca le insinué nada,
nunca intenté conquistarla ni mucho menos, solo estaba a su lado queriéndola en
silencio. Aunque ahora que pasó el tiempo sé que fuí un cobarde porque tendría
que haber renunciado a ese puesto y haberme marchado lejos. Pero me conformaba
con verla, escucharla y observarla en silencio. Y todo por complacer.
Uno de los
cambios que efectué fue contratar a un nuevo cocinero más a la altura de la
calidad culinaria de la señora, contratado a través de una empresa de servicios
domésticos de categoría, donde pude seleccionar un chef francés que hizo
enaltecer a la señora frente a sus invitados. No paraban de adular su mesa.
Diré eso sí,
que me sentía orgulloso de mis servicios. Llegó un día sin que yo lo esperara, que
la señora me pidió que siguiera sus cuentas hasta el más nimio detalle. Recibí
de ella misma el entrenamiento necesario para tratar con escribanos y abogados,
hasta que me dí cuenta con la experiencia adquirida, que no se estaban haciendo
bien las cosas. Cuestiones poco claras de impuestos, declaraciones y cosas así
de las que tuve que interiorizarme en detalle para atajar ciertos problemas
que, de no haberlo hecho, se hubieran convertido en una bola de nieve
imparable, una bomba de relojería con un cronómetro impredecible. Y nadie más
alejado que yo de la vulgar fanfarronería, simplemente hacía mi tarea lo mejor
posible, y creo no haber errado en nada.
Sólo me faltó
ser médico, esto que le digo ahora mismo me quiebra. Una desazón en el pecho
por no haber visto cómo eran de graves las cosas. Con esta manía de adelgazar y
engordar un un santiamén, la señora iba debilitándose cada vez más. Yo no
notaba nada más que sus cambios en la apariencia y el humor. Decía que tenía
que purgar toxinas y estaba días enteros a base de sales de fruta y una manzana
al día. Después resultaba que las costillas se le marcaban demasiado y el
dilema era quitarse las flotantes o volver a subir unos kilos. Yo no sabía cómo
reaccionar, los cambios de humor de la señora eran evidentes, cambiaba de
personal doméstico porque alguien tenía que cargar las culpas de su malhumor. Creo
casi sin margen de error que hemos cambiado de personal dos veces desde que
entré a esta casa, lo que no es poco pues éramos doce personas en el
equipo. Tenía que ser yo quien
intermediara con ellos y la señora Clotilde. Pero cuando a ella se le ponía
algo en la cabeza no paraba hasta conseguirlo y después era como un triunfo, se
la veía exhultante, llamaba a su amiga modista y le encargaba dos o tres
vestidos nuevos, o salía bien temprano y volvía al atardecer con cinco pares de
zapatos de Harrods. Y eso que Buenos Aires estaba a cuatrocientos quilómetros,
pero ella iba y volvía en el día solo para esto.
Con
Antoin, ideamos una dieta libre de harinas y azúcar, para ver si con ello
conseguíamos hacerla comer más regularmente. Pero se entusiasmaba con los
sabores dulces, me consta por los dichos de Amalita, que en su habitación había
envoltorios de bombones y chocolates debajo de la cama, de a montones, lo que
la enloquecían eran los havannet, esos bocaditos nuevos que salieron hace un
par de años, pues salía a la hora del té para irse al centro a la confitería
para traerse la cartera llena.
Era la señora
de la casa, dueña de su fortuna y sus caprichos. Nadie podía ponerle límites ni
obligarla a ir al médico. Sólo pisaba la consulta del cirujano plástico. Sabrá
usted que la vanidad de las mujeres con dinero puede adquirir proporciones
dantescas. No solo de dietas estaba enviciada, también de borrarse las arrugas
que le aparecían en los ojos o los labios, aunque estuviera 15 días con vendas
y sin poder asomar al sol. Desde ya le pido discreción en estas cosas. No
quisiera que me cataloguen de indiscreto. A pesar de que doña Clotilde ya no
esté con nosotros, su memoria no debería enturbiarse.
Este doctor,
al que yo llamaba “su doctorcito Menguele” creo yo que tenía pocos prejuicios y
muchas ganas de experimentar con el bisturí, porque de otra manera le hubiera
puesto límites o haberse negado a operarla más de una vez. Fue en una de estas
oportunidades en que llegaron unos papeles urgentes, pero estaba tan postrada
por la operación que me pidió expresamente que ejercitara su firma. Yo me
escandalicé y le dije que todo tenía un límite, pero ella insistió –Sólo por
esta vez Ismael, estos papeles tengo que entregarlos mañana mismo y tengo un
dolor de cabeza que se me parte y no me puedo mover, cómo querés que me ponga a
firmar si no puedo ver donde pongo la mano?- Accedí con la condición de que
fuera la unica vez. –Sí, sí. Tranquilo que la dueña de todo sigo siendo yo y no
estoy chocha, apenas operada.
-Pero señora
Clotilde, habíamos quedado que iba a ser la unica vez- le dije unos ocho meses
después, cuando lo de las 350 hectáreas y en plena producción. –Sí ya sé, pero
ví que lo hiciste tan bien y sos tan bueno que una vez más no pasa nada, además
yo leo lo que vos firmás. Qué te cuesta? Acaso no te pago bien o me vas a pedir
aumento de sueldo por un garabato? Además lo que firmes a mi nombre yo siempre me entero
y te puedo acusar de falsificar mi firma y vas preso. Quién te va a creer que
alguien en su sano juicio te va a pedir que falsifiques su firma? Para mi es
más seguro así que darte un poder, ahí sí que me podés jorobar de lo lindo.
Firmame la venta del terreno de Balcarce, que me voy a quedar unos días más en
Termas y para cuando vuelva me van a jorobar el precio. Colgó el teléfono y me
quedé con el tubo en la mano, sudando y con rabia. Yo todo lo hacía por ella
pero resulta que acababa de decirme que tenía la doble intención de usarme a mi
para sus negocios y si algo saliera mal tendría a quién acusar! Vender
semejante propiedad con el ganado en pie, no solo las tierras, era algo
descabellado y no estuve de acuerdo, pero no me quedaba otra que obedecer. Eso
se convirtió en dos departamentos que compró en el edificio más alto de Sudamérica,
en plaza San Martín
Al menos puedo
asegurar con testigos de su confianza que el testamento a mi favor lo firmó
ella y frente al escribano, que asentó su firma como testimonio de que todo
fuera legal. Nadie podrá decir que yo falsifiqué semejante documento a mi
favor. No puedo decir qué fue lo que movió a la señora Clotilde a legarme
prácticamente todo. Claro que la fortuna ya estaba mermada sobre manera porque
la venta de Balcarce no fue lo único de lo que se desprendió. También vendió el
bote propiedad de su fundación. Se deshizo de dos de sus autos y se quedó con
el de menor categoría. Los terrenos de Quila Quina, linderos con San Martín de
los Andes desaparecieron sin que yo me enterara y eso que había dicho que
dejaba todos sus negocios en mis manos.
Dos meses después de la venta de los coches, los acontecimientos
concernientes a su salud, se fueron precipitando de una manera vertiginosa
hasta llegar al triste desenlace del que se me acusa. Nunca escuché a nadie
hablar mal de mi, pero esta casa se volvió solitaria y eso habla por sí solo.
Nunca hice
nada en contra de su salud. Un deslíz con la memoria lo tiene cualquiera así
que no presté atención a las primeras semanas de los síntomas. Pero luego las
pérdidas de memoria, o como ella los llamaba, sus deja vú, se hicieron más
frecuentes, además de esos ataques de ansiedad por lo dulce y después la
llorera de culpas que pasaba en su habitación. Amalita también empezó a notar
estas cosas y lo comentó conmigo, así que le prometí vigilar si notaba algo yo
también. Pero no hubo manera de que fuera al médico. Amalita insistía en
acompañarla para un simple chequeo, seguramente hubiéramos llegado a tiempo,
pero era tan voluntariosa! Para que no
la molestáramos más nos había dicho que había ido y a los días nos dijo que los
resultados habían sido buenos y que no había qué preocuparse de nada. Amalita
trató de sonsacarle detalles pero al final le dijo que los resultados habían
quedado en el consultorio del doctor, poniéndole punto final al asunto. De la casa
anterior donde yo había trabajado, conocí al doctor Fuentes, un psiquiatra que
atendía al hijo mayor de la familia y acudí a él. Siempre es bueno guardar esos
contactos que uno nunca sabe si los puede necesitar. Pues un día hice como que
me visitaba a mi en calidad de amigo y así lo presenté a doña Clotilde. En un
momento y con cuatro palabras dichas, el doctor se dió cuenta de que algo no
iba del todo bien con la señora y mi idea era que ella entrara en confianza con
él para que empezara un tratamiento. Porque si los análisis le salieron bien
como ella nos había dicho, entonces el problema podría estar en otra parte.
Yo sabía que
esto era meterse en camisa de once varas, hay tantos casos en que hacen pasar a
uno por loco y quedarse con la herencia, pero tenía que intentarlo no solo por
ella, por todos, para el personal esta era nuestra fuente de trabajo además de
que uno se encariña con los patrones, ella era mal llevada pero buena persona.
Y no quiero repetir cuánto la llegué yo a querer.
Amalita se
quedará como Ama de llaves, como siempre. Hay algunos del personal que han
preferido irse, por la tristeza. Antoin decidió que si no se harían más esas
cenas y almuerzos donde se lucía tanto, mejor se iba. Pero ya estaba contratado
por Mónica Bedoya Hueyo, una amiga nueva rica de la señora. Así que me quedé
solo con seis viejos colegas que ahora son mis empleados y Amalita que después
de tantos años con Clotilde no tenía adonde irse, además recibió una pequeña
fortuna y sus tareas son las mismas que las de una señora.
Antes
contemplaba a Clotilde en silencio, desde el living mientras ella tomaba el té
en el porche, mirando al mar. Ahora entre el mar y yo ya no está ella. Pero me
siento a tomar el té y percibo su presencia a mi lado."
Texto exculpatorio encontrado por
Amalia Gómez dentro de la solapa de un libro, en la biblioteca de la finca del
mar. Muy ajado, con los bordes amarillentos y tal vez olvidado de tan
escondido. Según asumió ella, de puño y letra de Don Ismael Gómez, el dueño de
casa desde hace cuatro años, en que muriera la señora Clotilde Barrameda de
Castro. Amalia Díaz imagina que esta carta dirigida a nadie es el mismo
discurso, palabras más palabras menos, que le escuchó decir a Ismael Gómez a
todo el que quisiera oirlo, como si fuera el guión que debía aprender de
memoria.
Pasados seis años y siendo que don Ismael se instaló en el
Kavanagh hace dos y casi no pisa la finca del mar, desde que sus únicas
compañías fueran médicos y pastillas, según le contara Rosa, la empleada que tenía don Ismael en su nuevo
domicilio, Amalita prefirió la tranquilidad conque reinaba frente al mar,
organizando sus tés con amigas, yendo al teatro o tomando clases de pintura y
literatura francesa con ese profesor dueño de unos bigotes color caramelo que
se arremolinaban entre su cuello y su almohada un par de veces a la semana
mientras le susurraba cosas que la escandalizaban pero no había tenido ningún
problema en hacerlas tan solo un momento atrás.
Ser dueña de unos cuantos
secretitos no la hacían cómplice de nada. Todos estos años lo dejó hacer como
si ella fuera tonta. -Jah, es mejor ser
mosquita muerta y una mosca en la pared y que los demás hagan. –Se decía a sí
misma frente al espejo, gesticulando ampulosamente y después agregaba. -En la vida hay que ser agradecida, no te
parece Amalita? Después de todo esta
vida es más real que las mímicas de señora que yo misma hacía cuando doña
Clotilde salía de casa, y siempre teniendo que amenazar a las chicas del
servicio con despedirlas para que no hablaran-
De todas maneras, si alguna vez
lo necesitara, podría abrir su caja del banco, esa que ella llamaba: ”el arcón
de los secretos que hablan”.
Saverio Longo
Amsterdam 23 de septiembre de
2013
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